Por María Saavedra – Psicóloga experta en trauma relacional
En los próximos años, la salud mental infantil no estará marcada solo por la genética o el entorno familiar, sino por una variable silenciosa y aún subestimada: la arquitectura digital en la que se cría el sistema nervioso.
Nos encontramos frente a una generación de cerebros en desarrollo expuestos, desde edades tempranas, a entornos de sobreestimulación artificial, recompensas inmediatas y vínculos sustituidos por interfaces.
Pero esto no solo crea adicción o inatención. Crea algo más complejo: interferencias profundas en la construcción de la identidad, la autorregulación y la integración emocional.
La literatura clínica en trauma ha girado durante décadas en torno a lo que sí ocurrió: abuso, negligencia, abandono.
Pero el trauma del siglo XXI no siempre deja cicatrices visibles.
Es el trauma del “no”:

1. Un trauma sin gritos: el vínculo no ocurrido
- No hubo presencia afectiva reguladora.
- No hubo tiempo conjunto sostenido.
- No hubo atención humana disponible cuando el niño la necesitaba.
Y el cerebro no distingue entre negligencia emocional real y sustitución digital.
Para un bebé de 6 meses, la ausencia de una mirada mientras explora, y la presencia de una pantalla, son formas distintas del mismo mensaje: “estás solo con tu emoción.”
2. Neurodesarrollo y algoritmos: una relación incompatible
Los primeros años de vida son clave para establecer las bases de la autorregulación, la empatía y la construcción de significado.
Pero estos aprendizajes no se generan en una aplicación. Se generan en la interacción repetida, emocionalmente sintonizada, con otro ser humano.
La plasticidad cerebral, lejos de ser un superpoder adaptativo neutro, es una vulnerabilidad si el entorno ofrece solo estímulos vacíos.
Hoy sabemos que:
- La corteza prefrontal requiere frustración regulada para madurar.
- El sistema nervioso autónomo necesita ritmos corporales reales (respiración, voz humana, contacto físico) para calibrarse.
- El sistema de memoria implícita se forma no por lo que se enseña, sino por lo que se vive sensorial y emocionalmente.
Y ninguno de estos sistemas puede desarrollarse adecuadamente bajo una lógica de recompensa inmediata, luz azul, scroll infinito y aislamiento afectivo.
3. Niños digitalmente disociados, adolescentes sin narrativa
Una de las grandes alertas clínicas actuales es el aumento de adolescentes con:
- Disociación afectiva
- Sensación crónica de irrealidad
- Dificultad para construir una narrativa de sí mismos
- Crisis de identidad y apego inseguro con el mundo
¿La causa? En muchos casos, no es el trauma “clásico”, sino el déficit sostenido de vínculos integradores y experiencias sensoriales coherentes con el cuerpo y el otro.
Lo que llamamos “adicción al móvil” en realidad es un intento de autorregulación frente a una vida interna no entrenada para habitarse.
Y lo que parece apatía, suele ser una defensa neurológica ante la sobrecarga de estímulos no metabolizados.
4. La inteligencia artificial no será el problema… si la infancia tiene base afectiva
No se trata de demonizar la tecnología ni la IA. Se trata de no sustituir la regulación afectiva humana por soluciones digitales diseñadas para entretener, no para contener.
Porque ningún asistente conversacional, ningún videojuego terapéutico, ninguna app de mindfulness compensará:
- El ritmo de una madre que calma con la voz.
- La sincronía de un padre que lee un cuento sin mirar el reloj.
- La presencia atenta de un docente que sostiene una crisis sin pantalla de por medio.
5. Conclusión: el nuevo trauma es sistémico, invisible y preventivo
El trauma que se viene no será tanto el del “niño maltratado” como el del “niño no habitado”.
- Niños que no han tenido tiempo para aburrirse.
- Niños que no han recibido una narrativa de su mundo emocional.
- Niños que han crecido más con YouTube que con abuelas.
Y esa carencia no deja moretones. Deja vacío.
Y un vacío sostenido en los primeros años…
es el lenguaje neurobiológico del trauma.
¿Qué podemos hacer?
- Educar desde la regulación, no desde el silencio digital.
- Rediseñar entornos educativos que integren cuerpo, emoción y vínculo.
- Rescatar el juego libre, el aburrimiento fértil y la mirada presente.
- Formar a padres y profesionales en neurodesarrollo, no solo en normas.
Si el siglo XX nos enseñó a proteger a los niños del trauma visible,
el XXI nos exige protegerlos del trauma ausente.
Y eso empieza por un cambio:
menos notificaciones, más presencia.
Menos conexión digital y más conexión humana.
Si quieres que amplíe información sobre este tema, escríbeme a maria@mariasaavedrapsicologa.com

